El camino había sido difícil. No habían podido ir a las
dentadas, a la aldea, porque estaba infestado de endemoniados. Suponían que los
dos caballeros de la luz que allí les esperaban sabrían cuidarse solos. Así que
decidieron ir a Onderas. No era lo más adecuado, dado que las relaciones entre
ambas ciudades se habían enfriado últimamente, pero era la opción más viable.
Durante el camino, no vieron a nadie. Parecía que el camino
hacía Meribdia hubiese sido cerrado, algo que desde luego había gustado mucho a
Jacluis. No le gustaban las visitas extrañas ni tratar con viajeros. No
disponían de comida, ya que habían salido muy rápido de la ciudad, pero por
suerte los dos orcos sabían cómo lograrla. Todas las tardes desaparecían y
volvían al rato con una pieza de caza. Al meribdiano no le hacía mucha gracia
que desapareciesen así, pero sabían cuidarse.
A la quinta jornada de camino, llegaron a Onderas. La ciudad
cumbre de la cultura de Aerandir. La ciudad de los filósofos, comerciantes,
charlatanes, embusteros, embaucadores. Toda la calaña del continente se reunía
allí. Todos los farsantes. La escoria.
_ Ahí delante tenemos las puertas de Onderas, la ciudad de
las oportunidades, mi ciudad. Hasta aquí llega nuestro camino juntos. Ha sido
un placer disfrutar de vuestra compañía, pero tengo otros asuntos que atender.
Gracias por todo.
La joven Belicia parecía bastante contenta por llegar a la
ciudad y abandonar el camino. El resto, debido a los acontecimientos, no
lograban entender cómo era posible que ella no estuviese afectada. Pero bueno,
era su vida, al fin y al cabo.
Cuando se acercaron a la ciudad, se extrañaron de que no hubiera
guardias en las puertas. Incluso la ciudad pirata de Nabalvento tenía guardias
en sus puertas para evitar ataques inesperados. Todos y cada uno de ellos
creyeron lo peor, que la plaga también había llegado hasta Onderas, que también
habían caído. Pero vieron a Belicia entrar tranquilamente, como si aquello
fuese normal, y siguieron su ejemplo. Nada más entrar, se dieron de bruces con
un mercado. Uno muy concurrido, con comerciantes de lo que parecía ser todos
los rincones del continente. Era como si todos los problemas que acaecían fuera
de sus murallas no les incumbiesen, como si ellos perteneciesen a un mundo
distinto.
Tras echar un ojo a algunos puestos, se dirigieron sin
demora hacia el palacio del conde de Onderas. No tardaron mucho en dar con él,
puesto que al contrario que el castillo de Meribdia, fuertemente fortificado,
este estaba compuesto casi en su totalidad de altas torres, muy hermosas, pero
sin ninguna utilidad práctica. Las puertas eran de una madera fina y hermosa,
con hermosos grabados, y como en la entrada de la ciudad, la guardia brillaba
por su ausencia.
Entraron, y dieron un paseo buscando a alguien que les
pudiese decir dónde podían encontrar a quien estuviese al mando. A un
comandante de la guardia, o incluso al mismísimo conde. Pero no dieron con
nadie. Parecía que todos estaban en el mercado. Por suerte, Anisa habló.
_ De pequeña, venía muy a menudo a este palacio. A mi padre
le encantaba cazar en los montes del norte de la ciudad en primavera. Si me
seguís, puedo llevaros a la sala del conde, aunque no sé si estará allí.
Nadie puso objeciones a la novicia, y la siguieron por los
pasillos de palacio hasta dar con una puerta muy adornada, pero de un grosor
mayor de lo que esperaban, siendo el resto del palacio tan fino y elegante como
era. La novicia, nada más llegar, llamó dos veces con el puño, y empujó con
fuerza la pesada puerta. Jacluis la ayudó al ver el esfuerzo que le llevaba a
la joven. Al lograr abrir, se dieron de cara con algo que no tenía nada que ver
con el resto de la ciudad. Un grupo de hombres, con armaduras y espadas,
sentados y discutiendo en una larga mesa, encabezada por un hombre mayor, pero
pese a ello muy atlético. Todos los hombres se quedaron mirando, intrigados por
la interrupción.
_Perdónenos, mi señor conde, pero tenemos una información
urgente que darles. _Dijo la joven novicia dirigiéndose al que encabezaba la
reunión. _ Soy Anisa, hija del duque de Zimarra. Su sobrina. Y vengo de la
ciudad de Meribdia para traeros una terrible noticia.
_ ¡Mi querida Anisa! ¡Que honor, y que placer tenerte ante
mis ojos! Hace más de cuatro años que no te veía, y desde luego el tiempo te ha
sentado muy bien. Veo que las frutas del sur maduran de una manera muy hermosa.
_Le dijo el conde, levantándose. _Y bien, ¿Cuáles son esas noticias que traes?
_ La ciudad de Meribdia ha caído. _Esta vez fue Jacluis el
que habló. Estaba cansado, y no estaba dispuesto a charlatanería de la corte.
_Soy Jacluis, Maestro de Espadas de la guardia de Meribdia. Hemos sido atacados
por un enemigo que no había sido visto en mi tierra nunca, desde el comienzo de
los tiempos. Un enemigo inmortal, terrible, e incansable. Solicitamos ayuda
para poder salvar a los meribdianos que aún queden entre las ruinas de la
ciudad.
En ese momento, el orco, Tatoht, que se había mantenido en
silencio desde que divisaron la ciudad, habló.
_ Mi tierra, Sangra'Khan, también ha caído. Soy Tatoht,
miembro de la guardia ardiente, y dispongo mis humildes servicios ante quien me
ayude a vengar a mis hermanos. Yo, como mi joven camarada, deseo poder hacer
algo para ayudar a aquellos que acogieron a mi raza en un momento de necesidad,
pese a las rivalidades que siempre existieron entre nosotros. _ Dicho esto,
volvió a su puesto tras Jacluis.
El conde permaneció unos instantes en silencio, mirando a
todos y cada uno de ellos. Entonces, se dirigió a Anisa.
_ ¿Y cómo dices que está tu padre? Hace mucho que no se de
él, y me gustaría que me contases todo lo que ha sucedido en estos cuatro años.
Los demás, podéis pasar la noche en la posada La Bailarina Feliz. Decid que
vais de parte del conde. Usted señorita, _Dijo dirigiéndose a Librella. _Parece
hechicera, y nunca hemos tenido hechiceras en la corte. Me agradaría que usted
y la señora orca, esa belleza azul, se quedasen también. Nunca hemos podido
conversar con personalidades tan ilustres y exóticas. Por favor. Sería un
placer para mí.
Todo aquello le mosqueaba a Jacluis, pero Librella le hizo
un gesto para tranquilizarle. Iban a aceptar la invitación del conde. Jacluis
decidió entonces ir a la posada con los otros dos varones del grupo. Comieron,
bebieron, y disfrutaron del espectáculo. Cuando la noche llegó, las chicas
seguían sin haber ido con ellos, y eso no le gustaba demasiado a Jacluis. Al
fin y al cabo, el conde de Meribdia le había encomendado su protección.
Mientras estos pensamientos permanecían, la bebida continuaba llegando por
parte del conde. Tras un rato, estaban el humano y el orco cantando y bailando,
mientras que Franys, oculto tras su capucha, les observaba impávido. Cuando la
noche ya estaba muy avanzada, el asesino decidió llevar a sus dos compañeros
hacia los camastros. Pese a que el tamaño de ambos le superaba, logró tal hazaña
sin apenas esfuerzo. Los dejó recostados, sin desvestirles, y se marchó a la
planta baja de nuevo. Él nunca dormía, así que decidió hacer guardia.
A mitad de la noche, Jacluis notó algo a su lado. Con un
gran dolor de cabeza, abrió los ojos y palpó. Había un bulto en la cama, del
tamaño de una mujer menuda. Continuó palpando, intentando descifrar qué era,
cuando una voz conocida le habló.
_ Señor, si continuas así pasaré de advertirte, te
desnudaré, y te haré mío aquí mismo. A la vera de nuestro colega orco.
_ ¿Belicia? _ El guerrero creía haber bebido en exceso _
¿Eres tú?
_ Si, soy yo. Y pese a que es una gran pena para mí el perderme
algunas cosas esta noche_ Dijo mientras le palpaba el abdomen_ He de
advertirte. Hace poco esta ciudad entró en quiebra. Ahora su conde se dedica a
la trata de blancas. El comercio con carne. Y sus más allegados clientes son
las ciudades libres del sur, piratas en su mayoría. Y no sé por qué, deduzco
que las tres mujeres que os acompañaban se encuentran con el conde. ¿Me
equivoco?
La cabeza del meribdiano le iba a estallar. ¿Qué quería
decirle la joven pícara? La habitación le daba vueltas, pero entonces cayó.
Trata de blancas. Comercio de carne con ciudades piratas. Piratas. Libertinaje.
Burdeles. ¡Insinuaba que el conde iba a vender a las tres como rameras!
_ Espera, ¿Qué estás diciendo? ¿Estás segura de ello?
_ ¿Por qué crees que me marché de aquí? ¿Porque me gusta el
carácter simplón de las ciudades del este? Me atraparon metiéndole mano al
bolsillo de un ricachón, y mi castigo fue.. ¡La prostitución! Por suerte escapé
antes de que pudiesen venderme a algún burdel de mala muerte. Pero tus señoritas,
no sé yo. Ya han pasado unas cuantas horas. Y no creo que un burdel pirata sea
un buen lugar para una novicia tan joven, aunque la venderán a un buen precio,
de eso no me cabe duda.
_ ¡Mierda! ¡Tatoht, despierta! ¡Vamos!
Tiró del catre del orco, arrojándole al suelo. El orco
despertó y agarró instintivamente su hacha.
_ ¿¡Qué demonios sucede humano!? ¡Nunca debes despertar a un
orco que duerme, y menos de esas maneras!
_ No hay tiempo, Librella, Anisa y Marsys corren peligro.
Debemos sacarlas de allí inmediatamente.
Sin esperar respuesta, bajó para advertir a Franys, pero no
lo encontró por ningún lugar. Era como si hubiese huido aprovechando la noche.
_ No te preocupes por él. _Dijo Belicia _ Ya hablé con él,
ha marchado al palacio. Nos esperará por allí.
Típico de los espías y ladrones. Siempre tan
individualistas. Jacluis cogió su espada, e iba a colocarse la malla cuando
Belicia le hizo un gesto negativo con la cabeza. _ Harías demasiado ruido.
Necesitamos sigilo, no brusquedad. Esta noche, se hará a mi modo.
Los dos guerreros asintieron, y se quedaron sólo con las
protecciones de cuero. Corrieron tras la joven, ocultos en las sombras de la
ciudad. Poco antes de llegar a la entrada de palacio, dieron un giro y se
adentraron en una callejuela. Desde allí, subieron a los tejados, y corrieron
hasta una ventana de palacio. Belicia sacó un alambre y con él levantó el
pestillo de la ventana, permitiéndoles así entrar. Una vez dentro, fueron en silencio
hacia la parte de arriba, dónde suponían estarían los aposentos. Se adentraron
en una puerta que daba a un pasillo enorme, con varias puertas. Cando iban a
adentrarse por el pasillo, Belicia dobló y entró en una de ellas, cerrándoles
el paso.
_ Belicia_ Dijo Jacluis entre susurros_ No podemos entrar.
_ Lo siento chicos. Sólo son negocios. No es personal.
Tras decir eso, todas las puertas del pasillo se abrieron,
dejando paso a varios soldados de la guardia de Onderas. Eran mínimo unos
veinte, y los dos guerreros estaban solos y sin armaduras.
_ Maldita zorra. Debimos haberte matado cuando tuvimos la
oportunidad en Meribdia.
_ De verdad, guapo. No es personal. Yo por mi te tenía en mi
cama atado todo el día, pero tenía asuntos pendientes, y vosotros me habéis
venido como anillo al dedo.
Entonces, uno de la guardia se acercó a ellos, y se dirigió
a Belicia.
_ Muy bien, toma, lo acordado. Cincuenta monedas de plata
por cada uno, y setenta y cinco por cada chica. Eso hacen veinticinco para ti, descontando
lo que debías. Ahora lárgate, antes de que usemos ese precioso cuerpo para
ganar más dinero.
Belicia se dio la vuelta con el rostro ensombrecido y se
marchó. Los soldados agarraron a los dos guerreros y les ataron. Les condujeron
escaleras abajo hacia los sótanos, y a continuación hacia las mazmorras. Una
vez allí, les soltaron en una celda y cerraron la puerta tras ellos.
Jacluis dio un rápido vistazo a su alrededor. Había alguien
más, un hombre, tumbado en un colchón en el suelo. Y otra celda contigua
también estaba ocupada. Se fijó bien. Tres bultos, tapados y durmiendo en el
suelo. Entonces el que estaba en su celda les habló.
_ Si. Son tres pobres chicas que van a ser vendidas a un
esclavista del sur. Pobres. Son jóvenes, y muy hermosas. Supongo que a vosotros
también os venderán. Desde que el conde quedó en la ruina, se ha dedicado a la
venta de esclavos. Es una pena, antes esta ciudad era conocida por su cultura,
su arte, sus filósofos. Ahora, nadie viene. Sólo gente de baja calaña.
_ ¿Cómo os llamáis, si puedo saberlo? _Preguntó el
meribdiano.
_ Mi nombre es Adry'yan, el bardo semielfo, y como vosotros,
estoy a la espera de ser vendido a los esclavistas.
Tras decir esto, el hombre se volvió a tumbar, mientras
canturreaba una canción en un idioma que a Jacluis le resultaba muy familiar.
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